Afín en el tema litúrgico a las doxologías es el Te Deum (Hymnus ambrosianus), que por esto se le llama algunas veces en los manuscritos Hymnus S. Trinitatis. En él se alaba a Dios Padre en el cielo por medio de los ángeles y santos; en la tierra, por boca de la Iglesia , que le adora junto con el Hijo y el Espíritu Santo; se glorifica al Verbo encarnado y su obra de redentor; se implora la misericordia de Dios. El himno muestra, por lo tanto, estar dividido en tres partes, aunque no perfectamente unidas entre sí.
La primera (v.1-13) termina con una especie de doxología: Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Patrem immensae maiestatis, Venerandum tuum verum et unicum Filium, Sanctum quoque paraclitum Spiritum.
La segunda (v. 14-20) termina con la última invocación al Hijo: Te, ergo, quaesumus...
La tercera (v.21 al fin) comprende una serie de versículos derivados de los Salmos que en principio solían unirse a él y finalmente quedaron incorporados al mismo. Esta división se halla confirmada por los análisis melódicos y rítmicos del texto. La melodía, en efecto, cambia, respectivamente, en los versículos 14 y 21, y en cuanto al ritmo, solamente las cláusulas métricas de la segunda parte muestran toda una exacta conformidad con las leyes del cursus, mientras las de la primera se corresponden en él.
Estas particularidades tienen su peso en la cuestión hasta ahora tan debatida sobre el origen del Te Deum. Descartados definitivamente los nombres legendarios de San Ambrosio y San Agustín y la hipótesis de una tradición del griego, algunos de los críticos modernos (Cagin, Agaesse, Blume, Cabrol y Wagner) lo hacen remontar hasta más allá del 250 y encuentran trazos del mismo en San Cipriano y en la Passio S. Perpetuae; otros, sin embargo, con Morin (Burn, Zahn, Kattenbusch, Kirsch y Batiffol), lo sitúan en una época bien posterior, identificando su autor con Nicetas, obispo de Remesiana o Romatiana, en la Dacia (fe.414). La cuestión puede difícilmente aclararse con la traducción manuscrita, porque los códices más antiguos (26 en total), como el Psalterium vaticano (Regin. XI, siglos VII-VIII) y el Antifonario de Bangor (siglo VII), lo traen bajo títulos anónimos; por ejemplo: Hymnus ad matutina dicendus die dominico; los demás, de fecha posterior, lo atribuyen diversamente o a San Hilario (dos cód.), o a San Ambrosio y San Agustín (48 cód.), o a un Nicetas o Nicencio, obispo (12 cód.), y también a un Sisebuto, monje (siete cód.). En favor de Nicetas de Remesiana está el testimonio de una familia importante de códices, los Carmina, de San Paulino de Nola, que elogia el talento del obispo amigo, y finalmente diversos trozos interesantes, si no propiamente decisivos, que se encuentran en sus obras con la fraseología del Te Deum. No puede negarse, sin embargo, que la escasa homogeneidad lógica del texto, la marcada diferencia de pensamientos, de ritmo, de melodía, entre las diversas partes, hacen dudar que el Te Deum sea, más bien que una composición original, una reunión de trozos que pertenecen a diversas edades del siglo III al V. Cagin se inclina a ver en él restos de una antiquísima anáfora latina.
El Te Deum en el siglo VI se usaba, junto con el Gloria in excelsis, como un canto del oficio matutino de cada domingo del año. San Cesáreo (+ 527), San Aureliano de Arles (+ 545) y San Benito (526) lo prescriben en este sentido en sus Reglas monásticas. No es fácil conocer, a este respecto, la antigua práctica de la iglesia romana. Amalario, en el siglo VIII, atestiguaba que en Roma, en San Pedro, el Te Deum en el oficio no se decía más que en unas pocas fiestas aniversario de los papas mientras, como norma, después de la nona lección de maitines, se añadía un conocido responsorio. En San Juan de Letrán, sin embargo, era de regla cantarlo siempre.
En la liturgia céltica, el Te Deum se usaba como canto eucarístico; el antifonario de Bangor lo titula Hymnus quando communicant sacerdotes. Y también en la Galia prevaleció este carácter y fue adoptado como la expresión de la acción de gracias dadas en común. Encontramos el primer ejemplo de ellos en Auxerre, en el año 740, con ocasión del traslado del cuerpo de San Germán. Con tal carácter pasó a la liturgia romana. El Pontifical romano lo prescribe en la terminación de la consagración de los obispos, abades, reyes y reinas. Como fórmula de alabanzas y de reconocimiento a Dios, el Te Deum tiene, bien puede decirse, una historia de epopeya, puesto que en los momentos más solemnes de la historia de los pueblos cristianos fue el canto triunfal de júbilo y de victoria.
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