El arte penetra la liturgia en todas sus
manifestaciones, explicitando el rico contenido semántico de la misma. Sus
expresiones —como el mimo, el gesto, la coreografía— liberan el rito de la
banalidad de la acción común, confiriéndole hieraticidad y un justo tono impersonal,
de modo que pueda decirse acción de todos y puedan todos comunitariamente
reflejarse en él.
Lo atestigua así la misma historia, que, a través de
las artes gráficas y plásticas, nos transmite la gran elocuencia de ciertos
gestos cultuales, repetidos a lo largo de los siglos con devota reverencia,
hasta llegar a sacralizarlos. El más antiguo es el gesto del orante: éste aparece
recto y en pie, con los brazos ligeramente extendidos y doblados hasta elevar
las manos con las palmas abiertas a la altura de los hombros. El gesto de la mano
extendida hacia la ofrenda en el momento en que los sacerdotes concelebrantes
de la eucaristía pronuncian las palabras de la institución viene igualmente
atestiguado por el arte; constituye un gesto similar al denominado bendiciente
del Cristo Pantocrátor y al del ángel que anuncia la resurrección de Jesús
en el arte románico y prerrománico.