Todas las consideraciones hechas en
precedencia conducen ya a subrayar diversos elementos importantes que deben
entrar a formar parte de una preocupación pastoral, para que la celebración de
la plegaria eucarística sea lo más verdadera posible. Nos parece, sin embargo, que
subrayar algunos aspectos de carácter conclusivo puede completar mejor nuestro
discurso.
Pensamos, ante todo, en la dimensión propiamente
catequética: un momento central como el de la participación en la eucaristía
requerirá la constante preocupación de introducir a aquellos que participan en ella
en la comprensión y la vivencia de lo que celebran. Bajo este aspecto, la
comprensión vital de la plegaria eucarística —su sentido global, el significado
de su estructura y de los elementos particulares que la componen, su
inspiración de fondo— se revela como un aspecto prioritario de la acción
pastoral. No es inútil recordar a propósito cómo la notable abundancia de
textos de plegarias eucarísticas para el uso litúrgico permite una catequesis
muy amplia y articulada; quien sepa valorar inteligentemente la peculiaridad de
cada una de las anáforas tendrá un amplio abanico de perspectivas y de subrayados
para introducir en la comprensión inteligente de aquello que la iglesia trata
de hacer cuando invita a participar en la celebración de la cena del Señor.
Ya
hemos indicado la preocupación de hacer también del momento de la anáfora un
lugar de participación activa por parte de toda la asamblea, evitando el
riesgo de que se transforme en el tiempo de mayor ausencia de los
presentes y de su menor implicación en la acción ritual. El problema no es de
fácil solución: por una parte, apuntar únicamente a la variabilidad continua de
los textos, proponiéndose primariamente
mantener viva la atención, podría correr
el riesgo de sustraer o atenuar las ventajas
de una inteligente repetitividad; por la otra, una concepción formal de oración
presidencial podría implicar una
excesiva lejanía respecto de la asamblea, eliminando las innegables posibilidades
de participación que comportaría una serie más amplia de intervenciones directas.
Tal vez la dirección emprendida por la reforma se revele como el sendero más
equilibrado y fecundo; hay que auspiciar que permanezca lo más abierto posible,
para que pueda expresar también todas las potencialidades que tiene dentro de
sí. No nos parece, en cambio, inútil remitir a un problema más general de participación
en la eucaristía; también a propósito de la plegaria eucarística se plantea
la cuestión relativa a la parte de un todo. Por más que sea
central, la anáfora no agota el rito eucarístico; para que sea adecuadamente intensa y participada, exige
ser celebrada por una asamblea que ya ha acogido dentro de sí la palabra de la
fe: alimentada por este anuncio que convoca a la salvación, la comunidad se
abre a la acción de gracias dirigida al Padre de nuestro Señor
Jesucristo, en el Espíritu, para después significar en el gesto del pan
compartido y en la participación en el cáliz la propia voluntad de comunión.
Bajo esta perspectiva, la plegaria eucarística necesita estar implicada en toda
la dinámica que recorre la celebración eucarística.
F.
BrovellI
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