Tomás H. Jerez

jueves, 19 de abril de 2012

DEL PENTECOSTES JUDÍO AL CRISTIANO

Entre las fiestas de Israel, la más citada en la Sagrada Escritura es la pascua. En tiempo de Jesús era considerada la más importante. Como prenotando de la cincuentena pascual cristiana, interesa particularmente ahora su conexión con la gran fiesta judía de las semanas, o Pentecostés.
Su nombre más tradicional de fiesta de las semanas (Ex 24,22) la relaciona, al final de estas siete, con la de los ázimos (Dt 16,9). La fiesta, en conexión así con la pascua, es dependiente de ella, por lo menos, en cuanto al día de su celebración.

En el judaismo helenístico lleva el nombre del día quincuagésimo,  es decir, Pentecostés.  Mientras que la fiesta judía significaba en un principio la fiesta de la cosecha, y en los albores del cristianismo la conmemoración de la alianza del Sinaí el día quincuagésimo, para los cristianos es un tiempo que se prolonga durante cincuenta días.
La duración cincuentenaria y la celebración del Señor resucitado, en las múltiples facetas del misterio pascual, es la novedad radical de la pascua cristiana. La traducción, intencionalmente en plural, Dum complerentur dies Pentecostés, del singular de los Hechos de los Apóstoles (He 2,1), en la Biblia Vulgata, es indicativo de cómo en el s. IV se entendía así la pascua. Tan pronto como entró la fiesta en la historia del cristianismo, fue vista ya como este sagrado espacio cincuentenario de días, que inaugura el primer domingo,  como continuación de la noche santa, punto culminante de la celebración pascual.
Entre los autores antiguos que nos permiten conectar con los orígenes cristianos, el más citado es Tertuliano, quien, entre otros, nos ofrece el célebre texto en el que presenta Pentecostés como un espacio de tiempo que se caracteriza por la misma solemnidad de alegría Tantundem spatio Pentecostés, quae eadem exultationis solemnitate dispungitur.
Grande y único día de fiesta celebrado con gran alegría. En el s. II el día quincuagésimo aparece distinguido de los otros, bien sea por su carácter conclusivo del período o bien por su conexión con el evento de la ascensión o de la venida del Espíritu Santo.
El sentido de pascua, prolongada durante el tiempo de Pentecostés, es en los tres primeros siglos un hecho universal; lo mismo se encuentra en las iglesias del Asia Menor, Egipto, norte de África, que en las de Roma o la Galia. Por otra parte, aun cuando en el s. V prevalece el sentido restrictivo a favor de la autonomía del día quincuagésimo, no desaparece el significado antiguo. El precioso texto de Máximo de Turín, entre otros que podrían citarse, revela cómo adentrado este siglo la pascua conserva su sentido de gran domingo Instar Dominicae, tota quinquaginta dierum curricula celebrantur...
Naturalmente que la costumbre de rezar de pie y el no ayunar en este período, o cualquier otro signo que ponga de manifiesto la gran alegría de pascua, aparecen por doquier, con exclusión de las formas penitenciales.
Un proceso evolutivo, al que no es ajena la influencia del libro de los Hechos de los Apóstoles, llevará poco a poco a festejar el domingo de la conclusión como el de la venida del Espíritu Santo. En el s. IV, iglesias como la de Constantinopla, Roma, Milán y la de la Península Ibérica empezaron a individualizar este aspecto de la celebración pascual.
Por la misma razón, la ascensión pasará de ser una manifestación mayor del Resucitado sin día determinado a una fiesta propia. Es bien significativo, por cierto, del sentido unitario de la quincuagésima el hecho de que empezara celebrándose la ascensión en el día cincuenta.
Cuando hacia el año 400 se empieza a celebrar el día cuadragésimo, como propio de la ascensión, se reservó el día cincuenta como el de la venida del Espíritu Santo. La época de oro del catecumenado y de las catequesis bautismales privilegiará la primera semana de pascua con el domingo día octavo, llamado por esta razón in Albis.
J. Bellavista

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