Poco a poco se va centrando la importancia casi
exclusivamente sobre el acontecimiento en sí. Las amplias paredes de las
iglesias del s. XIV vienen a ser como grandiosas páginas ilustradas que narran
los hechos más destacados de la historia de la salvación. Se recupera así, por
distinto procedimiento, el uso de las basílicas paleocristianas, en las que el
arte, particularmente el mosaico, había decorado los muros del templo celestial
y evocaba las imágenes de la historia de la salvación que la celebración de los
divinos misterios volvía a hacer presente para que los viviera el pueblo de
Dios.
El arte renacentista se convierte en síntesis de las
anteriores inspiraciones y, continuando la decoración de carácter narrativo,
acentúa los valores alegóricos y se complace en los formales, sin advertir cómo
desde Dios se va centrando la atención en el hombre y cómo llega a convertirse la belleza del templo de Dios en la suntuosidad de la grandiosa
sala del hombre.
El arte sacro del barroco celebra el triunfo de
la verdad sobre la herejía con bastante solemnidad, a través de líneas
arquitectónicas y de modelados de la materia casi imposibles (véase el Baldaquino de Bernini), y narra los
fastos de la fe con vibrantes y densos coloridos.
Y, como consecuencia, el arte sagrado ya no tiene un
fin bien determinado: los muros se cubren de escenas que narran la vida de los
santos o escenas evangélicas, frecuentemente al estilo teatral y grandilocuente.
Las líneas arquitectónicas se ven alteradas por un decorativismo escenográfico;
se viene a satisfacer mediante la ficción la tendencia del pasado a embellecer
con el arte y con materiales nobles las paredes de las iglesias. Sin
advertirlo, una vez más el hombre se engaña a sí mismo creyendo engañar a Dios.
La función cultual del arte se ha experimentado en
particular y más auténticamente en la iglesia oriental.
Para ella, en efecto, las imágenes de Dios y de los
santos son una especie de presencia capaz de recibir y de transmitir el culto
de los fieles y se convierten en intermediarias de la benevolencia divina. Por eso
es objeto de veneración el icono, que representa ordinariamente una sola figura
o la esencialidad de un hecho. El lenguaje artístico con que se expresa dicha
función cultual es un lenguaje particular y, más que una manifestación humana,
aspira a ser un reflejo de la divina e increada belleza. Para comprender tal
lenguaje es muy importante conocer el código moral de los artistas
iconográficos orientales, que aparece bastante similar a una rigurosa regla
monástica. El arte sacro se contempla, pues, como fruto de la contemplación o
como un camino hacia ella.
Nuestro tiempo, por motivos de orden artístico y
doctrinal, y a consecuencia de influencias nórdicas, ha privilegiado la
esencialidad de la línea arquitectónica, frecuentemente sin dar espacio ni a la
pintura ni a la escultura, ofreciendo sólo una posibilidad de juegos cromáticos
en las vidrieras. Esta esencialidad arquitectónica lleva a descubrir la
autenticidad de los utensilios litúrgicos y a rechazar la falsificación de sus
materiales, cortando así su excesivo simbolismo.
El material necesario para el culto ha recibido
a través del arte una sacralidad que lo excluye de todo uso profano y que lo embellece,
convirtiéndolo así en signo de trascendencia y creando en torno al mismo un
noble sentido reverencial que responde a la excelencia de su uso y a su
excepcionalidad; lo cual no se habrá de confundir con la magia, enteramente
ajena a la acción litúrgica y al arte. El arte de estos objetos se ha definido de
ordinario, pero injustamente, como arte menor. La exquisitez de un bordado,
como la finura de un cincelado o de un marfil, poseen frecuentemente una fuerza
artística, cromática o plástica no inferior a la de las denominadas obras
mayores.
Mas para que la iglesia como ámbito y en sus
celebraciones pueda revelarse en toda su deseada beldad, es menester que la
gama íntegra de estas artes sea conveniente y armónica, de suerte que, además del
valor artístico de cada uno de los elementos, brille la unidad del conjunto. Y
entonces la iglesia, además de maestra de la Te, se presenta también como
educadora del buen gusto, es decir, de lo bello, tan estrechamente ligado a lo
verdadero y a lo bueno.
De V. Gatti
Nuevo Diccionario de Liturgia – Ediciones Paulinas
Recordemos un fenómeno de la física: si excitamos un diapasón otro similar resonará como si hubiera sido golpeado por el operador. Son sistemas resonantes en la misma frecuencia. Las formas de los templos son sistemas resonantes diseñados para emitir y recibir "con lo de Arriba". De allí el poder de la vocalización de las oraciones. La importancia de la "Música Sacra" en sus cánones originales, no cantos populares devenidos en litúrgicos. La pérdida del Latín nos aleja de las resonancias antiguas. Inspirados orantes utilizan hoy día el Arameo en sus oraciones.
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