La LH, en cuanto oración esencialmente horaria,
consagra todo el tiempo (SC 84; 88; OGLH 10). Pero ¿qué son el
tiempo y las horas sino las realidades cósmicas en su duración, en el sucederse
imperceptible de los instantes fugitivos de su existencia y de su curso, a los
que el hombre, con criterios diversos, trata de imponer una medida? El tiempo
no tiene una sustancia: según Aristóteles y santo Tomás, es la medida de ese
devenir cósmico según un antes y un después que afecta a toda criatura, y al
que sólo el eterno se sustrae. Por eso la LH santifica el mundo en su
despliegue.
Lo santifica, no exorcizándolo de algo inmundo, como
si hubiera sido creado intrínsecamente malvado, sino haciendo tomar conciencia al
hombre del verdadero fin del mismo y haciéndole acoger en la fe, en la caridad
y en la esperanza la relación existente entre todo el universo creatural y la
vida, por un lado, y la obra de la Trinidad, el misterio de Cristo redentor y
la iglesia que obra en la tierra, por el otro. La LH destaca y recuerda,
en clave de adoración y de alabanza, la conexión conmemorativa que media entre
las horas y las obras del Salvador y, al insertar a los seres infrarracionales en
la esfera de la salvación cristiana, contribuye a su liberación y a su
participación en la gloria de los hijos de Dios (Rom 8,19-21).
En la LH resalta
grandemente la dignidad del hombre como sacerdote de lo creado, es decir,
mediador de alabanza entre las cosas creadas y Dios. Así, la LH, a
través del orante, se convierte en un gigantesco cántico de las criaturas que
bendicen a su creador.
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