El oficio catedralicio, que comprende por lo regular
sólo laudes y vísperas, se componía de pocos salmos y algún cántico bíblico,
por lo común fijos y escogidos con criterios pastorales apropiados al momento
celebrativo.
Se completaba con las intercesiones y eventualmente
con algún fragmento bíblico, la homilía correspondiente y algún himno. El canto
y la ejecución alternante, entre solista y asamblea, de los salmos (forma
responsorial) hacía fácil y agradable la celebración. El oficio monástico,
programado con arreglo a un horario más denso, mostró pronto la tendencia a
multiplicar el número de textos, llegando al rezo semanal, o incluso más
frecuente, del salterio y a la lectura anual de toda la Biblia o gran parte de
ella. En muchos monasterios se adoptaron también formas cada vez más
sofisticadas de ejecución musical de salmos, antífonas, responsorios y otras
fórmulas. Con el correr del tiempo encontramos el oficio monástico todavía más
prolongado con oficios adicionales como el de la Virgen, de los difuntos, de
los salmos graduales y penitenciales, sufragios, conmemoraciones, letanías y
preces de distinto género.
Este tipo de oficio, hacia el s. IX, se va
convirtiendo también en deber del clero, al menos del sujeto a la vida
canónica, es decir, que vive según una norma o estatuto y está vinculado a la
iglesia local. Por esta vía pasa poco a poco al horario de oración propuesto a
cada clérigo. Era inevitable que en esta situación el oficio, que había llegado
a ser tan imponente y prolongado, exigiera dispensas o abreviaciones y reformas
diferentes. Las muchas intervenciones privadas o de autoridades locales corrían
el riesgo de introducir abusos de todo género y la anarquía. Esto favoreció el
propósito de Trento de avocarlo todo a la autoridad central.
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