Hay una criatura que me ha sorbido el seso.
Es una criatura irracional.
Más aún, es una criatura inanimada.
Sin embargo, desde hace muchos años todos los días la beso dos veces. Una, cuando me acerco a ella; otra cuando me alejo y despido. Y lo hago porque así lo manda la Santa Madre Iglesia. A veces, incluso, la incienso. Esa criatura ¡...es el altar...!
Es el centro del templo. El templo es un pequeño cielo en la tierra, pero lo que en el templo hay de más celestial y divino, es el altar.
Es el polo más importante de la acción litúrgica por excelencia, la Eucaristía.
Es alta res, una cosa excelsa, elevada, no sólo por el lugar elevado que ocupa, sino por las funciones que sobre él se celebran.
Es lecho donde reposa el Cuerpo entregado y la Sangre derramada.
Es atalaya desde donde se divisan los horizontes del mundo, ya que «cuando yo sea levantado de la tierra - dijo Cristo - atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
Es navío por donde se transportan nuestras intenciones al corazón de Dios.
Es faro que ilumina todas las realidades existentes, sin excluir ninguna, en especial las humanas, porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».
Es pupitre porque en él la Santa Trinidad escribe en nuestras almas las más sublimes palabras de vida eterna.
Es oasis en el que los cansados del camino renuevan las fuerzas: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28).
Es base de lanzamiento de donde pasa la Víctima divina junto con nuestros sacrificios espirituales al altar del cielo.
Es ágora, punto de encuentro y de contacto de todos los hombres y mujeres que fueron, que son y que serán.
Es puerto de llegada y de partida.
Es mástil y torreta de navío desde donde debe mirarse el camino a recorrer para no errar el rumbo.
Es «fuente de la unidad de la Iglesia y de concordia entre hermanos».
Es cabina de comando desde donde deben tomarse las correctas decisiones para hacer siempre la Voluntad de Dios.
Es clarín que convoca a los que se violentan a sí mismos: «El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11, 12).
Es bandera desplegada porque abiertamente nos manifiesta todo lo que Dios nos ama y, con toda libertad, nos enseña cómo ser auténticamente libres.
Es ejército en orden de batalla, donde claudican las huestes enemigas.
Es regazo materno, seguro cobijo para el desamparado.
Es encrucijada de todas las lenguas, razas, pueblos, culturas, tiempos y geografías, y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad de toda creencia, porque «por todos murió Cristo» (2 Cor 5, 15).
Es antorcha porque la cruz «mantiene viva la espera ... de la resurrección».
Es trampolín que nos lanza a la vida eterna.
Es hogar, horno, brasero, donde obra el Espíritu, «el fuego del altar» (Ap 8, 5).
Es mesa donde se sirve el banquete de los hijos de Dios, por eso se le pone encima mantel. Sobre él, se reitera el milagro de la Última Cena en el Cenáculo de Jerusalén. Se realiza la transubstanciación.
Es «símbolo de Cristo», que fue el sacerdote, la víctima y el altar de su propio sacrificio, como decían San Epifanio y San Cirilo de Alejandría.
Es el Altar vivo del Templo celestial. «El altar de la Santa Iglesia es el mismo Cristo». Es el propiciatorio del mundo. «El misterio del altar llega a su plenitud en Cristo». María está junto a Él.
Es imagen del Cuerpo místico, ya que «Cristo, Cabeza y Maestro, es altar verdadero, también sus miembros y discípulos son altares espirituales, en los que se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa». San Policarpo amonesta a las viudas porque «son el altar de Dios». «¿Qué es el altar de Dios, sino el espíritu de los que viven bien?... Con razón, entonces, el corazón (de los justos) es llamado altar de Dios», enseña San Gregorio Magno.
Es ara. Sobre todo, es ara. Sobre él se perpetúa, a través de los siglos y hasta el fin del mundo, de manera incruenta, el Único sacrificio de la cruz.
Es una criatura inanimada.
Es una criatura irracional.
Pero me sorbió el seso.
Es una criatura irracional.
Más aún, es una criatura inanimada.
Sin embargo, desde hace muchos años todos los días la beso dos veces. Una, cuando me acerco a ella; otra cuando me alejo y despido. Y lo hago porque así lo manda la Santa Madre Iglesia. A veces, incluso, la incienso. Esa criatura ¡...es el altar...!
Es el centro del templo. El templo es un pequeño cielo en la tierra, pero lo que en el templo hay de más celestial y divino, es el altar.
Es el polo más importante de la acción litúrgica por excelencia, la Eucaristía.
Es alta res, una cosa excelsa, elevada, no sólo por el lugar elevado que ocupa, sino por las funciones que sobre él se celebran.
Es lecho donde reposa el Cuerpo entregado y la Sangre derramada.
Es atalaya desde donde se divisan los horizontes del mundo, ya que «cuando yo sea levantado de la tierra - dijo Cristo - atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
Es navío por donde se transportan nuestras intenciones al corazón de Dios.
Es faro que ilumina todas las realidades existentes, sin excluir ninguna, en especial las humanas, porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».
Es pupitre porque en él la Santa Trinidad escribe en nuestras almas las más sublimes palabras de vida eterna.
Es oasis en el que los cansados del camino renuevan las fuerzas: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28).
Es base de lanzamiento de donde pasa la Víctima divina junto con nuestros sacrificios espirituales al altar del cielo.
Es ágora, punto de encuentro y de contacto de todos los hombres y mujeres que fueron, que son y que serán.
Es puerto de llegada y de partida.
Es mástil y torreta de navío desde donde debe mirarse el camino a recorrer para no errar el rumbo.
Es «fuente de la unidad de la Iglesia y de concordia entre hermanos».
Es cabina de comando desde donde deben tomarse las correctas decisiones para hacer siempre la Voluntad de Dios.
Es clarín que convoca a los que se violentan a sí mismos: «El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11, 12).
Es bandera desplegada porque abiertamente nos manifiesta todo lo que Dios nos ama y, con toda libertad, nos enseña cómo ser auténticamente libres.
Es ejército en orden de batalla, donde claudican las huestes enemigas.
Es regazo materno, seguro cobijo para el desamparado.
Es encrucijada de todas las lenguas, razas, pueblos, culturas, tiempos y geografías, y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad de toda creencia, porque «por todos murió Cristo» (2 Cor 5, 15).
Es antorcha porque la cruz «mantiene viva la espera ... de la resurrección».
Es trampolín que nos lanza a la vida eterna.
Es hogar, horno, brasero, donde obra el Espíritu, «el fuego del altar» (Ap 8, 5).
Es mesa donde se sirve el banquete de los hijos de Dios, por eso se le pone encima mantel. Sobre él, se reitera el milagro de la Última Cena en el Cenáculo de Jerusalén. Se realiza la transubstanciación.
Es «símbolo de Cristo», que fue el sacerdote, la víctima y el altar de su propio sacrificio, como decían San Epifanio y San Cirilo de Alejandría.
Es el Altar vivo del Templo celestial. «El altar de la Santa Iglesia es el mismo Cristo». Es el propiciatorio del mundo. «El misterio del altar llega a su plenitud en Cristo». María está junto a Él.
Es imagen del Cuerpo místico, ya que «Cristo, Cabeza y Maestro, es altar verdadero, también sus miembros y discípulos son altares espirituales, en los que se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa». San Policarpo amonesta a las viudas porque «son el altar de Dios». «¿Qué es el altar de Dios, sino el espíritu de los que viven bien?... Con razón, entonces, el corazón (de los justos) es llamado altar de Dios», enseña San Gregorio Magno.
Es ara. Sobre todo, es ara. Sobre él se perpetúa, a través de los siglos y hasta el fin del mundo, de manera incruenta, el Único sacrificio de la cruz.
Es una criatura inanimada.
Es una criatura irracional.
Pero me sorbió el seso.
P. Carlos M. Buela
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