Entre los muchos y grandes dones naturales con que Dios, en quien se halla la armonía de la perfecta concordia y la suma coherencia, ha enriquecido al hombre creado a su imagen y semejanza, se debe contar la música, la cual, como las demás artes liberales, se refiere al gozo espiritual y al descanso del alma. De ella dijo con razón San Agustín: La música, es decir, la ciencia y el arte de modular rectamente, para recuerdo de cosas grandes, ha sido concedida también por la liberalidad de Dios a los mortales dotados de alma racional.
Nada extraño, pues, que el canto sagrado y el arte musical -según consta por muchos documentos antiguos y modernos- hayan sido empleados para dar brillo y esplendor a las ceremonias religiosas siempre y en todas partes, aun entre los pueblos gentiles; y que de este arte se haya servido principalmente el culto del sumo y verdadero Dios, ya desde los tiempos primitivos. El pueblo de Dios, librado milagrosamente del Mar Rojo por el poder divino, cantó al Señor un himno de victoria; y María, hermana del caudillo Moisés, en arranque profético, cantó al son de los tímpanos, acompañada por el canto del pueblo. Más tarde, cuando el Arca de Dios fue conducida desde la casa de Obededón a la ciudad de David, el rey mismo y todo Israel danzaban delante del Señor con instrumentos hechos de madera, cítaras, liras, tambores, sistros y címbalos. El mismo rey David fijó las reglas de la música y canto para el culto sagrado: reglas que, al volver el pueblo del destierro, se restablecieron de nuevo, guardándose luego fielmente hasta la venida del Divino Redentor. Y en la Iglesia fundada por el divino Salvador, ya desde el principio se usaba y tenía en honor el canto sagrado, como claramente lo indica el apóstol San Pablo, cuando escribe a los de Efeso: Llenaos del Espíritu Santo, recitando entre vosotros salmos e himnos y cantos espirituales; y que este uso de cantar salmos estuviese en vigor también en las reuniones de los cristianos lo indica él mismo con estas palabras: Cuando os reunís, algunos de vosotros cantan el Salmo.... Que sucedía lo mismo después de la edad apostólica lo atestigua Plinio, cuando escribe cómo los que habían renegado de la fe afirmaban que ésta era la sustancia de la culpa de que les acusaban: que solían reunirse en días determinados antes de la aurora para cantar un himno a Cristo como a Dios. Palabras del procónsul romano de Bitinia, que muestran claramente cómo ni siquiera en tiempo de persecución cesaba del todo la voz del canto de la Iglesia y lo confirma Tertuliano, cuando narra que en la reunión de los cristianos se leen las Escrituras, se cantan salmos, se tiene la catequesis.
Restituida a la Iglesia la libertad y la paz, abundan los testimonios de los Padres y Escritore eclesiásticos, que confirman cómo los salmos e himnos del culto litúrgico eran casi de uso cotidiano. Más aún: poco a poco se crearon nuevas formas de canto sagrado, se excogitaron nuevas clases de cantos, cada vez más perfeccionados por las Escuelas de canto, especialmente en Roma.
Según la tradición, Nuestro Predecesor, de f. m., San Gregorio Magno, recogió cuidadosamente todo lo transmitido por los mayores, y le dio una ordenación sabia, velando con leyes y normas oportunas por la pureza e integridad del canto sagrado. Poco a poco la modulación romana del canto, partiendo de la Ciudad Eterna, se introdujo en las demás regiones de Occidente, y no sólo se enriqueció con nuevas formas y melodías, sino que comenzó a usarse una nueva especie de canto sagrado: el himno religioso, a veces en lengua vulgar. El mismo canto coral, que desde su restaurador, San Gregorio, comenzó a llamarse Gregoriano, adquirió ya desde los siglos VIII y IX nuevo esplendor en casi todas las regiones de la Europa cristiana, siendo acompañado por el instrumento musical llamado "órgano".
A partir del siglo IX se añadió paulatinamente a este canto coral el canto polifónico, cuya teoría y práctica perfilada más y más en los siglos sucesivos adquirió, sobre todo en los siglos XV y XVI, admirable perfección gracias a consumados artistas. La Iglesia tuvo también siempre en gran honor este canto polifónico, y de buen grado lo admitió para mayor realce de los ritos sagrados en las mismas Basílicas romanas y en las ceremonias pontificias. Crecieron su eficacia y esplendor, cuando a las voces de los cantores y al órgano se unió el sonido de otros instrumentos musicales.
De esta manera, por impulso y bajo los auspicios de la Iglesia, la ordenación de la música sagrada ha recorrido en el decurso de los siglos un largo camino, en el cual, aunque no sin lentitud y dificultad en muchos casos, ha realizado paulatinamente progresos continuos: desde las sencillas e ingenuas melodías gregorianas hasta las grandiosas y magníficas obras de arte, en las que no sólo la voz humana, sino también el órgano y los demás instrumentos añaden dignidad, ornato y prodigiosa riqueza. El progreso de este arte musical, a la par que demuestra claramente cuánto se ha preocupado la Iglesia de hacer cada vez más espléndido y grato al pueblo cristiano el culto divino, explica también, por otra parte, cómo en más de una ocasión la Iglesia misma ha tenido que impedir se pasaran los justos límites y que, al compás del verdadero progreso, se infiltrase en la música sagrada, depravándola, lo que era profano y ajeno al culto divino.
Fieles fueron siempre los Sumos Pontífices al deber de tan solícita vigilancia; ya el Concilio de Trento proscribió sabiamente aquellas músicas en las que, o en el órgano o en el canto, se mezcla algo de sensual o impuro. Y, por no citar a otros muchos Papas, Nuestro Predecesor, de f. m., Benedicto XIV, con su Encíclica del 19 de febrero de 1749, en vísperas del año jubilar, con abundante doctrina y riqueza de argumentos, exhortaba de modo particular a los Obispos para que por todos medios prohibiesen los reprobables abusos indebidamente introducidos en la música sagrada. Siguieron el mismo camino Nuestros Predecesores León XII, Pío VIII, Gregorio XVI, Pío IX y León XIII. Mas, con razón se puede afirmar que fue Nuestro Predecesor, de i. m., San Pío X, quien llevó a cabo la orgánica restauración y la reforma de la música sagrada, volviendo a inculcar los principios y normas transmitidos por la antigüedad y reordenándolos oportunamente conforme a las exigencias de los tiempos modernos. Finalmente, como Nuestro inmediato Predecesor, Pío XI, de f. m., con la Constitución apostólica Divini cultus sanctitatem, del 20 de diciembre de 1929, así también Nos mismo con la encíclica Mediator Dei, del 20 de noviembre de 1947, hemos ampliado y corroborado las prescripciones de los anteriores Pontífices.
Instrucción de S.S. Pío XII sobre la música sagrada
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