En el libro del Éxodo 36,1 encontramos el fundamento de la concepción judío-cristiana del arte. En el pasaje bíblico de la fuga de la esclavitud de Egipto hacia la libertad de una “tierra prometida”, la llamada de los artistas y la construcción del santuario son de hecho los actos conclusivos de una serie de eventos determinantes para la historia y para la identidad misma del pueblo de Dios. Será útil recordar brevemente estos eventos.
Mientras sobre el monte Moisés recibe las tablas de la ley – los diez mandamientos. El pueblo, desconfiado, funde un cordero de oro y se pone a adorarlo (Ex 32, 1-6). Cunado Moisés desciende del monte –ofendido por la infidelidad de los israelitas- rompe las tablas y obliga al pueblo a elegir entre Iahvé y el ídolo, diciendo: «¡Quien está con el Señor, venga conmigo!» (Ex 32, 15-28). Rezando, obtiene el perdón del pecado del pueblo y la promesa que el Señor caminara en medio de él.
Cuando Moisés pide para sí mismo el privilegio de ver a Dios, Este responde: «Tu no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre puede verme y permanecer vivo» (Ex 33,20). Al amigo Dios hace una concesión: «Aquí a mi lado tienes un lugar. Tú estarás de pie sobre la roca, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después retiraré mi mano y tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro» (Ex 33,21-23). Moisés vuelve a subir a la montaña y ve, en modo parcial a Iahvé que, mientras pasa, se identifica como un Dios «misericordioso y clemente, lento a la ira y fiel». Dios establece una alianza con Israel, y las diez palabras son escritas nuevamente sobre otro tabla (Ex 34,1-28).
Al descender nuevamente de la montaña, Moisés pide del pueblo un “contribución voluntaria” que debe servir materialmente al culto, y llama al primero de los artistas, Bezaleel, afirmando que Iahvé mismo «lo ha llenado del espíritu de Dios, a fin de conferirle habilidad, talento y experiencia en la ejecución de toda clase de trabajos, tanto para idear proyectos, como para trabajar el oro, la plata y el bronce, labrar piedras de engaste, tallar la madera o ejecutar cualquier otra labor de artesanía» (Ex 35,31-33).
En esta secuencia -que abre con el cordero de oro y cierra con los ornamentos del santuario- el arte tiene que ver con el pecado y el perdón, señala una radical elección de parte del pueblo; y materializa la promesa de Dios de “caminar” en medio del pueblo. Prolonga una parcial revelación de la divina gloria (las espaldas vistas por Moisés, no el rostro) y manifiesta la voluntad del pueblo de contribuir con los propios medios a realizar un “lugar cercano a Dios”, cuyo arquitecto es siempre Dios que hace el diseño y dota a los artistas de talento. Esta “voluntaria contribución” de parte del pueblo se transforma en signo de penitencia por el pecado de idolatría, como la consecuente belleza del santuario será signo de la alianza ofrecida por un Dios «misericordioso y clemente, lento a la ira y rico de gracia y de fidelidad, que conserva su favor por mil generaciones y perdona la culpa, la transgresión y el pecado» (Ex 34,6-7).
Como es presentada por el Antiguo Testamento, el arte se transforma en signo del pacto subsistente entre el hombre pecador y Dios, que perdonando la culpa, camina en medio de su pueblo. Es casi un sacramento de la presencia y de la salvación que Dios ofrece.
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