Tomás H. Jerez

viernes, 28 de enero de 2011

ORIGEN Y DESARROLLO DEL TRAJE LITÚRGICO

El origen de las vestiduras litúrgicas no hay que buscarlo, como erróneamente afirman algunos liturgistas medievales, en los vestidos sagrados prescritos por Moisés y usados en el templo judaico. De ellos, la Iglesia lo más que pudo tomar es la idea de la conveniencia de un vestuario especial para el servicio del culto.
Nuestras vestiduras sagradas se derivan sencillamente del antiguo traje civil greco-romano. El mismo tipo de vestidos que usaba entonces la población civil en su vida social se utilizó también en la celebración de los actos litúrgicos. Primis temporibus — escribe exactamente W. Estrabón — communi indumento vestiti missas agebant, sicut et hactenus quídam orientalium faceré perhibentur. No tenemos testimonios explícitos de los primeros siglos a este propósito, pero podemos suplirlos con pruebas monumentales que nos suministran las pinturas de las catacumbas. En ellas, los ministros son representados durante la celebración del culto con la misma vestimenta que lleva el común de los ciudadanos romanos.

Esta identidad del traje civil y litúrgico se mantuvo en la Iglesia por espacio de varios siglos, incluso después de la paz constantiniana, como se desprende de múltiples testimonios. He aquí algunos de los más importantes.
En el 428, el papa Inocencio I escribe a algunos obispos de las Galias, censurando ciertas novedades extrañas por ellos introducidas en su modo de vestir, y les dice que el clero debe, sí, distinguirse del pueblo, pero doctrina, non veste; conversatione, non habitu; mentís púntate, non cultu. En África, San Agustín (+ 430) afirma de sí mismo que vestía como uno cualquiera de los diáconos y demás personas que convivían con él, bastándole una túnica linea para debajo y el byrrus para encima. Un fresco del cementerio de Calixto, del tiempo de Juan III (560-573), representa a los papas Sixto II y Cornelio vestidos con la dalmática, la planeta y el manto. Excepto esta última prenda, puramente eclesiástica, tal era todavía el traje civil de los honestiores en tiempo de San Gregorio Magno (+ 606). En efecto, su biógrafo Juan Diácono refiere haber visto en el monasterio romano ad clurn Scauri los retratos de su padre, el senador Gordiano, y del santo pontífice, entrambos representados con el mismo traje, con dalmática y planeta.
Se comprende, sin embargo, fácilmente que por reverencia hacia los santos misterios usaran los ministros durante el santo sacrificio vestidos mejores, reservados tal vez para este acto. Esta circunstancia explica algunas expresiones un poco ambiguas que leemos en escritores antiguos a este propósito. En los Cañones, atribuidos a Hipólito, se habla de diáconos y sacerdotes que visten durante la sinaxis paramentos más bellos que de ordinario: induti vestímentís albis pulchrioribus toto populo, potissimum autem splendidis...; etiam(los lectores) habeant festiva indumenta. Y Orígenes observa que alus indumentis sacerdos utitur dum est in sacrificiorum ministerio, et alus cum procedit ad populum. Paladio narra en su vida de San Juan Crisóstomo que cuando éste comulgó, la víspera de su muerte, en el oratorio de San Basilio, habiéndose quitado los vestidos ordinarios, se puso otros blancos. Lo mismo indica San Jerónimo respondiendo a ciertos herejes que afirmaban que la limpieza del vestido iba contra Dios: Quae sunt ergo inimicitiae contra Deum si tunicam habuero mundiorem? Si episcopus, presbyter, diaconus et reliquus ordo ecclesiasticus in administratione sacrificiorum candida veste processermt?
El Líber pontificalis atribuye al papa Esteban I (257-260) una disposición sobre los vestidos sagrados, la cual evidentemente es un anacronismo: sacerdotes et levitas vestibus sacratis in uso quotidiano non uti, nisi in ecclesia. Esta disposición prueba solamente después de lo que llevamos dicho que a principios del siglo VI, cuando se compiló el Liber pontif¿calis, había ya vestiduras exclusivamente reservadas para la celebración de la liturgia (vestimenta officialía), no porque tuvieran una forma especial, sino solamente porque se destinaban a un uso litúrgico. Más tarde, incluso se dieron repetidas veces normas episcopales inculcando el mismo respeto y reverencia a los vestidos sagrados. Todavía en 889, Ricolfo de Soissons prohibía a los sacerdotes el celebrar con la misma túnica (alba) que traían habitualmente en la vida ordinaria.
Pero al declinar el siglo VI y al introducirse en Occidente el modo de vestir de los bárbaros, comienza a delinearse un notable cambio en la moda profana, cambio que conducirá a la diferenciación radical entre el traje civil y el eclesiástico. La túnica talar (alba), que desde el siglo III era el vestido común interior, poco a poco va siendo substituida por una túnica bastante más corta y cómoda (sagum), mientras que la tradicional pénula, cerrada por todas partes, cede el puesto a un largo manto abierto por delante. Era la nueva moda impuesta por los bárbaros. De ella tenemos un ejemplo en el mosaico de San Vital (Rávena; s.VI), que representa al emperador Justiniano con su corte y al arzobispo Maximiano con sus diáconos. Aquí el vestido litúrgico de los eclesiásticos presenta las formas tradicionales (dalmática, casula); en cambio, el de los funcionarios imperiales es ya distinto.
Frente a estas innovaciones, la Iglesia conminó enérgicamente a sus clérigos para que mantuvieran sin alteración las vestiduras antiguas: non sagis laicorum more — recomienda un sínodo de Regensburg del 742 — sed casulis utantur, ritu servorum Def. En la práctica se obtuvo solamente que las usaran durante el servicio litúrgico. Un concilio de Narbona del 589 manda al diácono y al lector que no se quiten el alba antes de acabada la misa, prueba de que esta vestidura litúrgica se ponía encima de los vestidos ordinarios. El mismo I Ordo hace notar que el papa, al llegar a la iglesia estacional, entra en el secretarium, donde mutat vestimenta sua solemnia (n.29). Lo mismo hacen los demás ministros. Un ulterior desarrollo y transformación sufrió el vestuario litúrgico en la época carolingia, durante la cual los vestidos propios de cada una de las órdenes, a excepción de la casulla, así como las insignias episcopales, salvo la mitra, quedaron determinados hasta en la forma que hoy conservan. "Así vemos que los acólitos no llevan ya ni casulla, ni estola, ni manípulo y que los subdiáconos han dejado igualmente la casulla y la estola; además, se inventa para el sub-diácono un vestido especial de ceremonia, consistente en una tunicela semejante a la dalmática y en el manípulo, que es la insignia del subdiaconado; más tarde, todavía se introducen la capa pluvial y la sobrepelliz; finalmente, de manera muy especial se lleva a término la indumentaria del obispo. Pues no solamente las cáligas litúrgicas se hacen privilegio episcopal, sino que su vestuario se enriquece con varias prendas nuevas, como el cíngulo, los guantes y la mitra, a lo que se añade en Alemania el racional o superhumeral. Puede extrañar quizá que en este período se perfeccionase de un modo tan particular el atuendo litúrgico del obispo. Sin embargo, esto se explica fácilmente si se tiene en cuenta que a partir de la época carolingia crecieron en todas partes y muchísimo el prestigio y la autoridad episcopales, siendo la mayor riqueza de la indumentaria consecuencia natural y expresión sensible de tal crecimiento."
A este proceso de acortamiento contribuyó ciertamente la particular riqueza de las telas empleadas para la confección de los paramentos litúrgicos: iglesias, abadías, príncipes y pueblo emulaban por hacerse con suntuosos ornamentos después del siglo XI, ostentando las propias riquezas en lo precioso del tejido (ferciopelo, damasco, brocado) y en el arte del recamado en su más alta expresión (pintura a aguja). Ahora bien: todo esto fue en menoscabo de la ligereza y flexibilidad de las vestiduras, obligando, por razones prácticas de manejo y economía, a suprimir todo cuanto no fuese estrictamente necesario.

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