Mientras en Roma y en Occidente se afirmaba como soberana la arquitectura constantiniana, en Oriente (Asia Menor, Siria, Egipto), al lado de ésta, surgía otra de tipo en realidad diferente. Eran construcciones de planta concéntrica, octogonales oredondas, a veces en forma de cruz, reforzadas frecuentemente por cuatro o más exedras y coronadas de una cúpula. Si bien hayan sido preferidas en Oriente, no se debe creer que nacieron allá. Los romanos fueron los creadores y propagadores de estos edificios y supieron llevarlos a un alto grado de perfección constructiva. Baste aludir al Panteón y a la basílica de Santa Constanza, en Roma, y a la de San Lorenzo, en Milán.
De edificios parecidos es de donde se derivan los elementos constructivos característicos de las iglesias llamadas bizantinas por ser expresión de aquel arte que desde el siglo V al XV (1453) ha florecido alrededor de Bizancio, la fastuosa capital del Imperio de Oriente y emanación directa del espíritu y de los particulares usos litúrgicos de la Iglesia griega.
El plano arquitectónico de las iglesias bizantinas comprende esencialmente una construcción en plano central cubierta por una o más cúpulas, cuyos muros de escayola o ladrillo están totalmente revestidos de mármol policromado y de mosaicos con fondo dorado. La iglesia dedicada a Santa Sofía, es decir, a la divina Sabiduría, que Justiniano hizo levantar en Constantinopía en sólo cinco años (532-537) por los arquitectos asiáticos Antemio de Tralles e Isidoro de Milesia, ha quedado como el tipo más perfecto e insuperado.
Su planta presenta dos partes distintas:
a) Un vasto atrio que mediante un doble pórtico, el exonártex y el nártex, lleva a la iglesia por nueve puertas.
b) El cuerpo de la iglesia, constituido por un rectángulo de 76 por 68 metros y dividido en tres naves. La central, que es la más ancha, forma en medio un cuadro, delimitado por cuatro pilones macizos, sobre los cuales se apoyan cuatro grandes arcos, que sostienen la inmensa cúpula (31 metros de diámetro). El paso de la circunferencia al plano cuadrado sobre el cual está descrita se efectúa mediante cuatro triángulos esféricos o penachos, que llegarán a ser el sistema preferido de la arquitectura bizantina. La cúpula es además mantenida en equilibrio por dos vastísimos ábsides, abiertos uno en el gran arco que corresponde a la entrada y otro en la parte opuesta. En cambio, los dos arcos laterales están cerrados por un muro subdividido en tres planos: el inferior, con pórtico de columnas; el superior, con galería de columnas (matroneo), y el tercero, con paredes perforadas por ventanas.
A la grandiosidad de la concepción arquitectónica correspondía la magnificencia de la decoración interna; ésta era toda a base de policromía, tanto en los mosaicos de género decorativo, con fondo unido de oro, de plata y de azul obscuro, como en los mármoles que recubrían las paredes y el pavimento: jaspe, alabastro, pórfido y serpentines en sus diversas ramificaciones. El ambón estaba hecho a base de incrustaciones de marfil, oro, plata y piedras preciosas. El iconostasio, que separaba el santuario de la nave, se refleja apoyaba sobre una columna de plata. El altar era una mesa maciza de oro puro incrustada de perlas. El ciborio que lo cubría y el trono del patriarca eran de plata dorada. La luz durante el día se filtraba de las cuarenta ventanas abiertas en torno a la base de la cúpula y de los dos ábsides, y de noche, llamas que a centenares brillaban sobre los policandela de plata suspendidos de la cúpula y en medio de las columnas suscitaban un tal reverbero de colores y un centellear de reflejos, que producían una impresión verdaderamente fantástica.
La arquitectura religiosa bizantina se difundió, sobre todo, en Oriente, reduciendo, al correr del tiempo, el complicado tipo concéntrico a un organismo más simple; las más de las veces, una planta de cruz griega con brazos iguales, con una cúpula elevada sobre el cruce de los dos brazos, y otras, cúpulas menores inscritas sobre cada uno de los cuatro ángulos.
En la Europa occidenta] ésta se mantuvo durante largo tiempo solamente en la construcción de los baptisterios, mientras influyó poco en el plano de los edificios sagrados propiamente dichos. De éstos, en Italia ha dejado dos espléndidos ejemplares: la iglesia de San Vital, en Rávena, y la basílica de San Marcos, de Venecia. La primera, edificada en el 547, presenta la forma de un octógono con cúpula cónica central; la segunda, consagrada en el 1072, es en forma de cruz griega, cubierta por cinco cúpulas, levantadas una sobre el crucero y las otras sobre cada uno de los brazos. Las partes inferiores de los muros están revestidas de mármoles policromados; el mosaico cubre las superiores y las vueltas. La luz es escasa, pero los reflejos del oro y de los mármoles crean como una atmósfera áurea y grave que no parece terrestre. Con sus ventanas profundas y la selva de columnas, con sus pináculos, con las riquezas y las profusas añadiduras durante los siglos, el edificio parece un maravilloso joyel salido como por encanto de las aguas del mar, lleno, como éste, de luces y de reflejos infinitos.
Muchas otras iglesias están emparentadas con el estilo bizantino por el carácter de su deslumbrante decoración musiva; pero, desde el punto de vista arquitectónico, pertenecen al tipo basilical latino. Tales son, por ejemplo, San Apolinar el Nuevo (s. VI) y San Apolinar in Classe (s.VII), en Rávena; el ábside de la catedral de Parenzo (s.VI), la Martorana y la capilla palatina de Palermo (s.XII) y, finalmente, la magnífica catedral de Monreal (s.XII), erigida por el rey normando Guillermo II.
En las iglesias bizantinas, el arte iconográfico mantiene los antiguos símbolos de un carácter triunfal, como la cruz preciosa, el pavo real, el monograma constantiniano, e introduce algún elemento nuevo. El más característico es el Pantocrátor, figura mayestática de Cristo bendiciendo a medio busto, que, en forma imponente y casi gigantesca, domina en los ábsides y en el arco triunfal todo el ciclo iconográfico que le rodea. Además, en la elección de las reproducciones bíblicas musivas se prefieren las escenas que miran a Cristo bajo el aspecto teológico de las dos naturalezas. En el coro de San Vital, de Rávena, en su lugar está puesto el medallón del Cordero, sostenido por cuatro ángeles; la víctima, prefigurada en los sacrificios de Abel, Melquisedec, Abrahán, representados a los dos lados del altar. En cambio, en el ábside, sentado sobre el globo, que le sirve de trono, está Cristo glorioso, legislador divino, con el volumen de la ley en la mano, mientras dos ángeles a sus lados le presentan a San Vital y al obispo Ecclesius con el modelo de la iglesia. También María, la Madre de Jesús, adquiere un puesto solemne en la iconografía bizantina. Es un espléndido ejemplo el mosaico absidal de Parenzo (s.VI), que la coloca en el puesto de honor, como Reina, con el sagrado Niño sobre las rodillas.
En general, se puede decir que el arte sagrado oriental se muestra visiblemente influido por el espíritu teológico, tan propio de su tiempo. Este carácter explica, aun más, la marcada tendencia de los artistas bizantinos a sacar imágenes y figuras del mundo visible, a deshumanizar sus tipos, a elevar preferentemente al creyente a las luminosas regiones del cielo. Para expresar eficazmente tales ideales, ellos eligieron y perfeccionaron una técnica particular, el mosaico, con el cual consiguieron dar a la figura humana una singular expresión de inmaterialidad, de impersonalidad, y en los ábsides y sobre los muros de las iglesias figuraron ángeles y santos con profusión, irradiando por todas partes una lluvia de esplendores y de coloridas magnificencias.
La iconografía bizantina después de Justiniano (+ 565) sufrió un retraso en los siglos VII-VIII como consecuencia de las luchas de los emperadores iconoclastas, que combatieron el culto de las imágenes; pero bajo la dinastía macedónica (867-1057) comenzó a florecer vigorosamente. Sin embargo, tanto en los mosaicos y en la pintura como en las artes menores fue siempre perdiendo el contacto con la realidad viva de la naturaleza, para reducirse a reproducir formas convencionales y figuras de tipo fijo, rígidas, aplanadas y sin vida. Tal se presenta no sólo en Oriente, sino también en Italia, en los siglos IX-XI, durante los cuales el arte sagrado, en plena decadencia, no supo más que copiar de mala manera y en forma de estucos los modelos bizantinos; hasta que con el siglo XII, principalmente en Roma, Florencia y Siena, tuvo principio aquella lenta y minuciosa inyección de italianidad en aquellos esquemas convencionales, que poco a poco consiguió renovarlos, creando a las propias concepciones formas independientes.
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