Llámase baldaquín (en latín, ciborium, y en textos posteriores, tegurium, tiburium) el pabellón de planta cuadrangular que hallamos alzado sobre el altar ya en las antiguas basílicas del tiempo de Constantino. Entonces no debía de ser una novedad, porque construcciones semejantes se veían sobre las sepulturas; resulta también que las hierogamias rituales de ciertos cultos paganos, mistéricos, se celebraban bajo una especie de dosel. Esto, sin embargo, no autoriza a suponer que la usanza pagana influyera en el origen del baldaquín cristiano.
Podría preguntarse, pues, cuál fue el motivo que sugirió a los primeros arquitectos sagrados la idea del baldaquín. Pueden darse diversas respuestas:
1) El baldaquín respondía a una exigencia elemental de limpieza con respecto al altar, que estaba debajo; esto podríamos afirmarlo con mayor aplomo aún si fuese efectivamente cierto que el altar erigido en el espacio descubierto del peristilo o atrio de las iglesias domésticas tenía ya una cubierta que lo protegía del sol y de la intemperie; también pudo obedecer a una razón de ornamentación artística, en cuanto que el baldaquín servía para coordinar armoniosamente la exigua mole del altar antiguo con la imponente masa del ábside basilical.
2) No ha faltado quien haya supuesto que el baldaquín surgió por la necesidad de ocultar, mediante las cortinas que de él se colgaban, la celebración de los santos misterios a la masa del pueblo que en el siglo IV abrazó la fe sin estar lo suficientemente madura para comprenderlos. Pero la hipótesis falla, porque en Occidente los primeros vestigios ciertos de tales cortinas alrededor del altar datan de fines del siglo VII.
3) Otros han creído que el baldaquín se construyó con carácter de edículo o templete funerario sobre las reliquias del mártir allí depuestas. Pero no se explica entonces por qué el primer baldaquín de que tenemos noticia se levantara precisamente sobre el altar de la basílica lateranense, donde no había absolutamente ninguna reliquia de mártires. Debemos concluir, por tanto, que el baldaquín es una creación original cristiana para expresar arquitectónicamente la dignidad excelsa y la importancia litúrgica del altar.
El más antiguo y suntuoso baldaquín que recuerda la historia fue erigido por Constantino sobre el altar de la basílica de Letrán. Cuatro columnas de plata lo sostenían. En lo más alto del frontón estaba Cristo, sentado entre cuatro ángeles, mientras que las estatuas de los doce apóstoles estaban repartidas sobre el arquitrabe de los otros lados. Del techo del baldaquín pendía una grandiosa araña de oro en forma circular, que sostenía en su perímetro cincuenta lámparas. Es cierto que en el siglo IV se levantaron en otras iglesias baldaquines del tipo del de Letrán, por ejemplo, en la basílica de San Lorenzo, del cual nos queda una sumaria reproducción en una medalla de la época, así como también en otras iglesias fuera de Roma y de Italia.
De los primitivos baldaquines se conservan solamente fragmentos, como el de la primera basílica de San Clemente (columna y parte del arquitrabe), sobre el cual se lee el nombre del clonante: Mercurius Presbyter, que fue después el papa Juan II (+ 535). Sin la cubierta se conserva el baldaquín erigido en la iglesia de San Apolinar in Classe (Rávena), sobre el altar de San Eleuterio, construido en tiempo del arzobispo Valerio (807-812).
En el siglo IX el baldaquín participa del renacimiento artístico y litúrgico de la época carolingia primero y de la románica después. El arte ojival utilizó poco este medio decorativo del altar, sobre todo por haberse introducido entre tanto otros elementos en la estructura del mismo. A la época carolingia pertenecen los baldaquines de San Ambrosio, de Milán, y de San Pedro, de Civate, ambos cubiertos a base de bóveda y con un frentón en forma de arco coronado por un tímpano. Del período románico quedan en Italia no pocos baldaquines de formas diferentes. Algunos tienen la cubierta completamente plana, como el de la basílica de San Marcos, de Venecia (s.XIIl), cuyas columnas traen esculpidas escenas del Evangelio y de los apócrifos; otros tienen a cubierta en forma de cúpula o de pirámide, como el de San Clemente, de Casauria (s.XIIl, otros terminan en octógono, sostenido por columnitas simples o superpuestas, de lo cual conservamos bonitos ejemplares, como el de San Nicolás de Barí (s.XIl), en la catedral de Ferentino y el de San Jorge in Velabro, de Roma. Al estilo ojival pertenecen los baldaquines de las basílicas romanas de Santa Cecilia y San Pablo.
Es cierto que el baldaquín sirvió en algún tiempo para tender sobre él cortinas (pannum, velum, tetravela, en relación con los cuatro lados del altar) que debían de conferir mayor recogimiento y suntuosidad al altar. Sin embargo, en Oriente — tenemos testimonios claros a partir del siglo IV —, las cortinas tenían por objeto principalmente encubrir a los ojos de los fieles la parte del oficio santo que corresponde al canon; en la Iglesia latina, en cambio, esto no sucedió nunca, por lo menos en el período más antiguo, y ello se debe a que aquí había una mayor tendencia de acercamiento al altar. Una prueba es la medalla de Sucesa, que representa el primitivo baldaquín de la basílica de San Lorenzo, de Roma. Los testimonios que se aducen en contra no prueban suficientemente. Según el P. Braun, la primera noticia segura al respecto se remonta al final del siglo VII. En Italia, el uso de las cortinas no tuvo mucha difusión, salvo en Milán y en las Galias, donde la influencia oriental hizo que se adoptaran en todas partes y duraran mucho tiempo, en algunas iglesias hasta después del siglo XVI.
En el interior del baldaquín se solían colgar también lámparas y coronas votivas, como las del rey Recaredo, que se conservan hoy en Madrid; en la parte más alta se colocaban candelabros con cirios encendidos. Más tarde se puso también la cruz en el centro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario