La teología del Altar está íntimamente relacionada con la teología de la eucaristía. Sabemos que a lo largo de la historia se ha integrado un doble aspecto: la comprensión de la eucaristía como la cena del Señor y como sacrificio.
Sobre la mesa pascual de la Última Cena, Jesús ofrece su Cuerpo y Sangre en el pan y el vino como anticipación de su propio sacrificio en la cruz.
Así, la mesa del banquete se vincula al ara del sacrificio. En cuanto mesa, el altar es símbolo del banquete de la Pascua de Jesús y subraya el aspecto de encuentro fraternal entre los participantes. En cuanto ara, el altar es lugar del sacrificio en donde ofrecemos a Dios nuestra vida hecha ofrenda unida al sacrificio de Cristo.
Un poco de historia
Los primeros testimonios evangélicos y apostólicos nos hablan de una mesa familiar para la celebración de la eucaristía, así lo encontramos en las primeras iconografías de las catacumbas. Son mesas de madera, de pequeñas dimensiones circulares o semicirculares.
Hacia el siglo III, los testimonios de los Santos Padres nos informan que los cristianos no tenían altares como los paganos.
A partir del siglo IV, con la victoria del cristianismo sobre los paganos, se abre un período de incorporación de elementos paganos en la liturgia romana. Así la mesa eucarística incorpora ciertas formas del altar pagano: es de piedra, de forma cuadrada o rectangular y a veces con inscripciones sagradas grabadas a su alrededor. En esta época se desarrolla el culto a los mártires y la tumba de éstos se transforma progresivamente en ara eucarística, se celebraba la eucaristía sobre la tumba de los mártires.
Las representaciones de esta época nos informan de un altar pequeño, cuadrangular, que tenía una apertura en lo bajo llamada fenestella confessionis para que los peregrinos puedan tocar o ver las reliquias de los mártires.
Para destacar la importancia del altar en los espacios amplios se corona el altar con un baldaquino, este elemento no solo tiene un sentido funcional sino que es un elemento con una fuerte referencia a la acción del Espíritu Santo sobre el mismo espacio, signo de la santificación obrada por el mismo Espíritu en este lugar santo. Este significado se resalta muchas veces con la representación artística del Espíritu Santo en forma de paloma bajo el techo del baldaquino.
Algunos diseños sustituyen este elemento por una corona o un dosel suspendidos sobre el altar de tal forma que así se eliminan los obstáculos de las columnas, para un mejor desarrollo de las celebraciones.
En el siglo VII se constata la existencia de altares portátiles permitidos para los sacerdotes itinerantes o misioneros. El elemento principal es una losa pequeña de piedra consagrada por el Obispo, que contenía la reliquia de algún santo y sobre la cual se celebraba la eucaristía, era el “ara”.
En plena Edad Media, por la difusión del culto a los difuntos y a los santos que reclamaban numerosas misas y oraciones a modo de “sufragios”, sumado al desconocimiento de la concelebración eucarística provocó la multiplicación exagerada de misas y por consecuencia de los lugares donde celebrarla. El altar único se convierte en el “altar mayor” y surge un innumerable cortejo de altares ubicados generalmente en capillas laterales.
La costumbre cristiana colocó sobre el altar, la cruz como signo del sacrificio de Jesucristo actualizado en el misterio de la eucaristía.
Más tarde la figura única de la cruz se va complementando con la incorporación de otras imágenes (la Virgen María , San Juan, San José, etc.), hasta que progresivamente se desarrolla de tal modo, que surge el gran retablo cargado de imágenes, pinturas, representaciones y que va reduciendo el altar a una mera tabla alargada a modo de repisa que sirve de soporte al sagrario y allí se celebra la eucaristía. El retablo absorbe todo el protagonismo en el espacio litúrgico y anula la centralidad del altar. Esta es la orientación artística de casi todo el segundo milenio y de la mayoría de nuestros espacios celebrativos.
La reforma litúrgica del Concilio Vaticano II recupera la importancia y simbolismo del altar como lugar central de la celebración eucarística. No es necesario que ocupe el lugar geométrico del aula eucarística, pero sí que esté en un lugar visible y destacado en torno al cual se concentre la asamblea y favorezca la participación de todos los presentes, éste es el sentido del cambio de orientación del altar, mirando hacia el pueblo de Dios y manifiesta la presencia de Cristo, que une y reúne a su pueblo, en medio de la asamblea eucarística.
En su forma externa tiene que guardar relación y proporción con el espacio litúrgico y los demás focos litúrgicos (ambón, sede) en el material, dimensiones y estilo artístico.
La teología actual trata de armonizar las dos concepciones del altar: dimensión horizontal, propia de la mesa del banquete y la dimensión vertical propia del sacrificio de la pascua en la cruz, así lo recuerdan las disposiciones litúrgicas actuales (OGMR 296).
El altar debe ser único, recordemos que la forma del altar preconciliar era rectangular, larga y estrecha. El problema de hoy es que esa forma de altar permaneció como la forma supuestamente apropiada, aún cuando ahora se encuentra separado de la pared y el retablo. Se trata de una forma que no debe continuar, por eso se recomienda que adopte la figura de mesa que tienda más al cuadrado que al rectángulo. Algunas de las razones son:
1. Al estar aislado ha recobrado su simbolismo propio, ya no tiene que servir al retablo, una imagen o una reliquia. Al estar separado puede adquirir dimensiones más actualizadas y adecuadas a su simbolismo.
2. El altar debe estar construido para facilitar un movimiento libre alrededor de él. A veces el altar es tan largo y el ambón se encuentra tan cerca, que no permite el libre paso entre los dos, especialmente cuando hay flores u otros objetos de por medio.
3. El tener un altar más extendido hacia la asamblea, expresa el valor de incluir a los fieles más activamente en la acción, al menos de manera visual. Esta forma invita simbólica y artísticamente a participar del banquete-sacrificio.
Recordemos que el altar no debe tener imágenes, ni reliquias sobre su superficie; ser fijo, es decir estar adherido al edificio; estar consagrado; ser de piedra natural o por lo menos de otro material sólido; estar edificado sobre el sepulcro de mártires o de santos y sus reliquias deben estar incluidas en su base o parte inferior.
Aunque puede estar elevado para facilitar su visibilidad, hay que evitar la sensación de lejanía respecto a la asamblea concelebrante; esto depende de las características de cada lugar.
Situación actual
Una de las reformas del Concilio Vaticano II mejor acogidas, salvando excepciones, fue el cambio de orientación del altar “cara al pueblo”. Sin embargo, debemos decir que este cambio no fue acompañado de la debida catequesis en el pueblo cristiano, esto lo confirmamos en los usos actuales que se dan al altar.
A pesar de la preeminencia teológico-litúrgica de este lugar, símbolo de Cristo, seguimos con la denominación de “altar mayor” y “altares laterales o menores”, esta es una terminología incorrecta que corresponde a una realidad no asumida. El simbolismo del altar, único, símbolo de Cristo debe tener primacía.
Si la teología litúrgica actual quiere recuperar el significado simbólico que la antigua Iglesia daba al altar, ésta queda desfigurada cuando el altar se ha convertido en un estante, en un soporte para el equipo de sonido, libros, etc., o cuando encima del altar tenemos todo tipo de cosas (floreros excesivos, velas, atril, vinajeras, micrófono, etc.), las luces (velas), flores, plantas, deben servir para destacar los símbolos de importancia en vez de distraer la atención, es decir que deben contribuir a la calidad del ambiente.
Otro modo de desfigurar la simbología del altar es jugar con su apariencia: la parte delantera se engalana de ricos manteles bordados, flores, mientras que por detrás se convierte en un lugar a modo de armario.
Debemos ganar en veracidad y autenticidad, si el altar tiene un rico sentido teológico-litúrgico, tenemos que creer y expresarlo no sólo en los materiales y figura externa, sino también en el comportamiento y veneración hacia él.
Recordemos que los libros litúrgicos piden que junto al altar aparezca la cruz para vincular la celebración eucarística al misterio de la pascua de Jesús (OGMR 308). No siempre aparece una cruz visible junto al mismo ya sea porque es demasiado pequeña o porque nos contentamos con el Calvario que remata el ático de los retablos. Tenemos que buscar soluciones posibles para vincular la imagen evocadora de Cristo en la cruz junto al altar de la eucaristía.
Debemos luchar contra una mentalidad errónea que muchas veces quiere imponer la funcionalidad en la liturgia en detrimento de lo simbólico. Tenemos que valorar y cuidar los espacios y lugares litúrgicos ya que allí celebramos el misterio de la Pascua de Cristo, fundamento de nuestra fe.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario