Si todas las bellas artes fueron en todo tiempo puestas por el hombre al servicio del culto, de una manera especial ha sido siempre la música elemento inseparable del mismo. En cualquier época y entre cualquiera clase de gentes, hasta las menos civilizadas, toda vez que se ha organizado un culto público, la música tuvo allí su papel, más o menos importante según el mayor o menor desarrollo de la organización litúrgica. El canto, es decir, la palabra con atuendo musical, lo ha considerado siempre el ser humano como la manifestación más solemne del sentimiento religioso, la expresión más sublime de la alabanza, de la súplica y de la acción de acción de gracias.
Entre los pueblos antiguos — asirios, babilónicos, egipcios, griegos —, la música se presenta primeramente como algo sagrado, un don de los dioses a los hombres, destinado exclusivamente a honrar a la divinidad; tan es así, que Platón creía ser un abuso y casi un sacrilegio emplearla con fines profanos. Por eso se la consideraba dotada de poderes mágicos; por ejemplo, para arrojar los espíritus malignos (apotropia), para llamar a la divinidad al lugar del sacrificio (epiclesi). En los cultos mistéricos se atribuyó a la música incluso una eficacia catártica, es decir, una acción purificadera del pecado.
Entre los judíos, la música se tuvo en gran estima desde el tiempo de Moisés. Los hijos de Israel salidos de Egipto, al llegar milagrosamente a la orilla opuesta del mar Rojo, entonan con Moisés un cántico al Señor, mientras todas las mujeres, dirigidas por María, la hermana de Aarón, responden cum tympanis et choris. Y David, apenas logra establecer en Jerusalén un digno tabernáculo para el arca de la alianza, piensa en organizar un servicio regular de música sagrada: Et dixit David principibus Levitarum ut constituerent de fratribus suis cantores in organis musicorum, nablis videlicet, et lyris, et cymbalis, ut resonaret in excelsis sanctus laetitiae; constitueruntque levitas... Y en la famosa fiesta de la dedicación del templo de Salomón, la música, tanto vocal como instrumental, tuvo una parte principalísima: Tam levitae quam cantores vestiti byssinis, cymbalis et psalteriis et cytharis concrepabaní, stantes ad orientalem plagam altaris, et cum eis sacerdotes centum viginti cañentes tubis. También el pueblo participaba con entusiasmo en el canto, respondiendo a los salmos en el templo y durante el servicio sabático matinal de las sinagogas, en el hallel de la cena pascual y en el hosanna de la fiesta de los tabernáculos.
No es de extrañar, por tanto, que la Iglesia , que por medio de su divina Cabeza ha iniciado en el mundo el perfecto culto litúrgico, haya querido que el arte de la música sea parte integrante de ese mismo culto y esté estrechamente vinculada a la misa y al oficio, a fin de celebrar con ella los novísimos misterios de salud y de gracia instaurados por Cristo y expresar en el lenguaje más eficaz y elevado sus sentimientos de admiración y agradecimiento a Dios. Y esto tanto más cuanto que la liturgia de la Iglesia militante debe reflejar la mística liturgia de la Iglesia triunfante en los cielos, la cual, según la describen Isaías y San Juan, canta en torno al altar de Dios y al trono del Cordero el eterno canto de la gloria y de la bendición.
Es verdad que en los siglos IV y V se manifestó en algunas partes de la Iglesia , sobre todo entre los monjes orientales, una corriente que, basándose en la doctrina de mortificación profesada por el cristianismo, se mostraba hostil al canto, al que consideraba como un halago de los sentidos, llegando a quererlo desterrar del culto. Niceto de Remesiana, en su obra De psalmodiae bono, alude a tales corrientes extremistas cuando escribe: Sczo nonnullos, non solum in nobis sed etiam in orientalibus esse partibus, qui superfluam nec minus congruentem divinae religión! aestiment psalmorum et hymnorum decantationem. Sufficere enim putant qtiod corde dicitur, lascivum esse si hoc lingua proferatur. Pero, afortunadamente, prevaleció contra tales extremismos la opinión de aquellos que no veían en el canto un elemento profano y mundano, sino un factor de gloria de Dios y edificación de los fieles. San Basilio, San Ambrosio y San Juan Crisóstomo fueron sus mejores apologetas.
Según eso, la música y el canto no son arte pura, un accesorio de belleza en la liturgia cristiana, sino un arte sagrado, un elemento litúrgico en sentido propio y verdadero, con carácter no de canto privado, sino social y colectivo, y que concurre con los demás elementos, ante todo, a la glorificación de Dios y, subordinadamente, al provecho de las almas. Por eso, la música sagrada no se presenta solamente con sonido melódico, sino sobre todo con las palabras del texto sagrado, palabras que ella acentúa maravillosamente por medio de la melodía y las funde en una única expresión.
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